Reflexiones sobre la sociedad digital y la cibercultura II: sobre la realidad y la virtualidad, la verdad y la identidad
Por Elisabet Roselló
Venimos de una cultura cuya cosmovisión solía adorar las dicotomías. Las cosas debían y sólo podían ser o mujer u hombre, malo o bueno, correcto o incorrecto, izquierda o derecha, positivo o negativo, blanco o negro, y aunque nos hemos convencido a escala popular que entre el blanco y el negro hay una escala de matices grises, comenzamos a reconocer que hay otros colores y gamas cromáticas, con sus escalas claroscuras, que lían más el asunto.
Todo esto lo comento porque con la irrupción de las nuevas tecnologías está sucediendo, a escala de la comprensión del mundo humano, nuevos aprendizajes colectivos. Dícese que la tecnología digital o cibernética encapsula un mundo virtual frente a la realidad. Clasificando de nuevo todo lo que pasa en las redes como virtual, y lo que pasa fuera, offline, como real. Yendo un paso más allá, en una de las distopías dibujadas en esta sociedad digital, se dice que los usuarios comienzan a “desvirtuar” la realidad, a tener “problemas con la identidad”, especialmente como ocurre con los “gamers” o aficionados a videojuegos y realidades virtuales (el oxímoron de nuestra cultura) y otros tantos estereotipos.
Evidentemente existe la virtualidad, así como existe la realidad que es aquello que tocamos (supuestamente), y podríamos hablar superficialmente de la realidad mixta: cuando se trata de sincronizar, remezclar o remediatizar acciones en la noósfera y en la realidad. A veces se ha encontrado en ese mundo digital la caverna de Platón sustancializada, hecha una “realidad”. La alegoría de la caverna de Platón es una alegoría que cuestionaba la realidad auténtica, incluso al concepto “verdad” como complemento de la realidad, frente a las percepciones que tenemos por las cuales explicamos el mundo y construimos el conocimiento de éste. Hablar del límite de realidad y la virtualidad es una cuestión muy filosófica, pero también interesante de ahondar en un sentido colectivo porque la “virtualidad” la palpamos cada día o cada semana, al menos.
A la virtualidad se le ha conferido el aura del sueño, aura que recibió en cierto modo el mundo, o mundos del cine como el filósofo Morin reflexionó, y ha quedado en la cultura popular restringida a los ambientes digitales, cibernéticos, computerizados. Viniendo de esa cultura dicotómica, de dos polos opuestos donde uno es positivo y el otro negativo, o al menos uno mejor que el otro en algún aspecto, ha sido más cómodo distinguir que la realidad, que es lo que se toca, lo que percibimos directamente con nuestros sentidos, es buena, porque ya nos es más que familiar, mientras que la virtualidad, que son visiones, ideas etéreas, o tangibles remediatizados (del medio de la realidad pasados a la fotografía, al vídeo o audio digital y subidos en algún medio como Youtube, Spotify o Flickr), eso es falso, asociado al cambio tremendamente disruptivo que nos saca del círculo de comodidad, y le atribuimos, colectivamente por lo general a lo virtual, por eso de que es un engaño, el aura de negativo, pernicioso.
Photo of McLuhan at the Center for Culture and Technology
Como Marshall McLuhan, gurú que teorizó toda la cuestión de cómo los medios de comunicación afectan a las sociedades, daba a entender en su libro Comprender los medios de comunicación (1964), los cambios de medios disruptivos podían suponer una reestructuración del pensamiento. Y tiene un patrón bastante similar al que planteó la psiquiatra Elizabeth Kübler Ross del individuo ante el cambio disruptivo (bien, en realidad ante la noticia de muerte pero por lo visto se aplica con matices y variaciones para explicar cambios disruptivos colectivos): pasa del shock ante el trastorno, a la negación, luego a la ira y ataque al cambio, pasando hacia la negociación y finalmente a la aceptación y convivencia con el cambio.
Llegó la física cuántica y el relativismo de Einstein, los cuales poco a poco han ido cambiando también la noción de realidad, y la desmitificación de la idea “verdad absoluta y universal”, y a concebir que, como decía, la percepción es supuestamente limitada y construye la noción de realidad. Pero también llegaron nuevas tendencias, en el mismo siglo pasado, en la literatura y en medios artísticos como el nuevo cine, la fantasía y la ciencia-ficción, desvinculando el desastre victoriano de asociar los cuentos de hadas y mundos “mágicos” de algo exclusivo para los niños y la etapa infantil, que no es hasta nuestros días que está recibiendo buena aceptación como algo para adultos (bueno, lo han etiquetado como para “jóvenes adultos”), con series como Juego de Tronos. La comparativa de una fantasía como reino virtual en la imaginación colectiva puede ayudar a comprender que esos reinos han existido y han sido terreno de iconos y aprendizajes universales.
Se dice que lo que percibimos en las redes sociales es erróneo creer en ello porque “no existe”, pero bastantes intelectuales e investigadores en diversos campos relacionados con los medios de comunicación y el estudio de la sociedad digitales comienzan incluso a dudar si “virtual” es la palabra correcta a aplicar en todos los casos. Un ejemplo oído recientemente ponía como metáfora un MMORPG, que en cristiano es un juego online multijugador masivo de rol, como el World of Warcraft. Como buen juego, tiene unas reglas, y propone unos objetivos a cumplir por parte del jugador, unos objetivos mayores y otros más pequeños que ofrecen una sensación de escalabilidad y evolución.
Tu personaje o avatar te lo creas tú como jugador, ya puede ser un humano, un elfo, o una extraña criatura zoomórfica, y ese personaje es virtual en tanto que es una figuración visual, no existe más que en esa pantalla. Pero en cierto modo es tan virtual como las fichas del parchís que representan a cada jugador, porque existe en forma de 0s y 1s. Pero al grano. Mientras avanzas como jugador, te enfrentas a contrincantes también virtuales que incluso no son siquiera otros jugadores online, son representaciones programadas, pongamos esa figura ancestral tal como el dragón, o algo más sencillo como jabalíes salvajes de nivel 1. Pero ahora bien, la posibilidad de ir superando las dificultades, que nunca serán del mismo nivel al inicio que al final del juego, sólo responde a las habilidades del jugador, eso sí, no físicas, solamente cognitivas y mentales. Las sensaciones que uno consiga tal como el espíritu de superación, la frustración o simplemente la diversión son sensaciones reales, claro que no tangibles.
Lo mismo se comenta, pues, de medios como el Facebook. El espacio que ofrece el muro, su arquitectura, sí, es virtual, pero las personas construyen su historia y su ego, su identidad íntimamente enlazada con su yo real (con un pacto donde un gran número de usuarios se comprometen a ser lo más fieles a la verdad posible), en este medio con sus publicaciones e interacciones, y las emociones que uno perciba -por ejemplo, cuando te felicitan por tu cumpleaños puede que o bien te alegres de que tus amistades tengan el detalle de haberlo hecho, o bien te enfades porque facebook ha anunciado que hoy era tal fecha y no te gustan demasiado este tipo de festejos- son también reales, en un principio no nos lo programan. Sin entrar en terrenos de paranoia “Matrix”.
Evidentemente que uno puede inventarse en cualquier parte de internet, sea en su web, en el Linkedin o en un foro que tiene una vida espectacular, que es mujer cuando es hombre, o cambiarse su foto de presentación por la de Angelina Jolie, pero eso ya ocurría antaño con los curriculums vitae donde algunos se inventaban que habían estudiado en la Universidad de Miskatonic o que tenían un Máster del Universo. Esto es el terreno de la construcción de la identidad, y ha existido desde siempre: transgénero, identificación con una cultura,… No importa si lo haces creándote un avatar en forma de gato en Second Life o si te transfiguras en forma de león en un baile ritual de una tribu perdida en la selva. No importa tanto el medio en este caso, porque son asuntos sempiternos a la humanidad.
Podríamos continuar debatiendo qué tiene de virtual un intangible en la economía, que tanto se habla en nuestros días, como los servicios o las obras artísticas perecederas, o qué tiene de real. Pero sería ir rizando el rizo de esta postura.
La virtualidad, pues, parece recaer más bien en la noción de construir arquitecturas y espacios no tangibles, digitales, que a su vez pueden deformar la percepción de la realidad y/o del tiempo. Y sólo son virtuales a nivel técnico, porque al fin y al cabo los acabas experimentando ¿Qué sino es la Realidad Aumentada? Realidad mixta. Este es el límite entre virtualidad y realidad, ¿dónde empieza, dónde acaba? ¿En la filosofía y las ciencias humanistas versus la técnica?
Evidentemente, lo que encontramos en las redes y lo generado por ordenadores son medios, y a su vez mensajes (aludiendo de nuevo a McLuhan…), y lo cortés no quita lo valiente: también se configuran nuevos comportamientos, nuevas formas de expresión y nuevas percepciones. La gente no suele comportarse igual en la “realidad” que en los medios sociales como las redes. Algunos se desinhiben, otros adoptan un rol diferente, incluso una actitud muy distinta.
La virtualidad encuentra su frontera al plantear que tan espurrio no es, que existe, de nuevo, en forma de códigos y calambrazos microscópicos, y manifiesta algo creado por la mente de programadores y diseñadores y crea un espacio intangible donde se vierte conocimiento, percepciones, emociones traducidas en algún lenguaje y fantasías de la imaginación individual y colectiva. A partir de aquí, comienzan a plantearse las fronteras entre virtualidad y realidad, entre imagen y objeto, entre el logos y el rhema, entre la idea y el concepto, y verdad y percepción, vaya, temas que de actuales no tienen nada y requieren de paciencia para abordarlos. En contra de la costumbre de ponerlo al inicio, cierro esta reflexión con las definiciones del DRAE de virtual y real:
real1.
(Del lat. res, rei).
1. adj. Que tiene existencia verdadera y efectiva.
virtual.
(Del lat. virtus, fuerza, virtud).
1. adj. Que tiene virtud para producir un efecto, aunque no lo produce de presente, frecuentemente en oposición a efectivo o real.
2. adj. Implícito, tácito.
3. adj. Fís. Que tiene existencia aparente y no real.
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